lunes, 11 de julio de 2016

De maestros literarios

Los que siguen este blog desde hace más tiempo, ya conocen algunas de las principales obras y autores que me han influenciado en mi vida (Verne, Wells, Asimov, Doyle, Scott Card...). Sin embargo, aunque todos ellos me infundieron esta necesidad de crear universos en los que poder llevar a mis personajes a vivir aventuras, y siempre he aspirado a igualar su capacidad para la maravilla, de ellos lo que aprendí al final fueron los mecanismos de esos géneros. NO quiero decir que no me enseñasen nada, si no que, al leerlos, me hacían soñar con el día en que yo mismo fuera capaz de escribir historias así: aventuras sin fin, misterios sorprendentes, mundos increíbles, lugares escalofriantes, monstruos aterradores...

¿Dónde quiero ir a parar? Pues (y a partir de aquí veremos cuántos aficionados se indignan), que al llegar a la última página de esos libros, la vena de escritor que vivía oculta en mi cabeza solía sentirse admirada por el contenido, pero no tanto por el continente. Creo que la primera vez que pensé "quiero escribir así" fue después de leer El intruso, de H.P. Lovecraft. Más allá de la sorpresa (y la dicha) de saber que Phineas Fogg había logrado ganar su apuesta; de la alegría de ver al Corsario Negro triunfar sobre sus enemigos; del terror de la comprensión de la verdadera naturaleza del "juego" de Ender. Al leer aquel relato tuve mi primera epifanía sobre el oficio del escritor. Con su última frase, Lovecraft me hizo consciente de que todo lo que había experimentado era fruto del uso del lenguaje y el ritmo en la narración. Así que resulta sencillo entender de dónde proviene mucho del barroquismo y las estructuras de mis relatos a partir de entonces (que pueden rastrearse hasta El secreto de los dioses olvidados).

Después de publicar la novela, tanto las críticas de amigos y desconocidos como el simple hecho de dedicarle muchas más horas a la escritura, me acabaron convenciendo de que necesitaba depurar mi estilo. Y, entre otras cosas, he ido participando en talleres de escritura con la sana intención de tonificar los músculos del escritor y quitarme malos vicios. Tarea que, combinada con la participación en un club de lectura, me ha servido para conocer a unos cuantos autores de los que quisiera creer que he logrado capturar algo de su talento al redactar.

Para empezar, debería nombrar a Terry Pratchett. Su capacidad para la parodia creo que es muy difícil de igualar. Ni siquiera ser un gran aficionado al humor negro y a esa forma retorcida de ironía que practican los británicos te asegura que tus textos se acerquen a la calidad de este maestro.Y aunque lo coloco aquí el primero, es probable que haya entre mis lectores quien diga que es una influencia complicada de percibir, puesto que en toda mi producción lo cómico escasea. Y aquí debo confesar mi cobardía, pues estoy por asegurar que ninguno de los relatos en los que he pretendido añadir notas de humor ha logrado críticas favorables (o, al menos, el nivel de aplauso que hubiese esperado). Lo cual me ha disuadido de probar más veces con ese camino. Aunque, quién sabe, quizá en el futuro...

Siguiendo la cronología de mi memoria, en segundo lugar debería ir Cormac McCarthy. Para describir la impresión que me produjo su escritura, baste decir que había empezado a leer La carretera en un PDF que debían haber hecho con el escaneo de algún ejemplar, y acabé por comprarme un ejemplar en papel porque sabía que esa copia me estaba robando la experiencia de lectura.  Una decisión de la que nunca me arrepentiré, porque así pude disfrutar de esa forma descarnada de escribir, logrando que parezca fácil hacer un texto sin florituras. Me dejó impresionado. Y como su lectura coincidió con la época en que intentaba asimilar las críticas al barroquismo de El secreto de los dioses olvidados, se convirtió en una de mis primeras referencias a la hora de simplificar la construcción de una narración. (De hecho, La carretera me resultó tan buena que no me he atrevido a leer ni una página del resto de su obra, por temo a que mi admiración se vea truncada, aunque sea un poco).

(ilustración de Mariusz Starwarski)

El siguiente autor al que debo referirme es uno de los grandes clásicos: Nabokov. Al autor de Lolita (que no he leído) le comencé a conocer gracias a una amistad, que me regaló un ejemplar de Mashenka, y un gran amigo que me animó a leer Pnin. Pero fue con Risa en la oscuridad con la que me rendí a su talento para crear diálogos brillantes, capaces de evocar mil detalles en la personalidad de sus criaturas. Esa manera de plantearlos, como si tan sólo estuviera transcribiendo una conversación intranscendente (y que lo que diga cada uno sea tan significativo, a todos los niveles), me fascina. Lo cual, para alguien que considera los diálogos como una "asignatura pendiente", es una gran meta. O, al menos, un desafío importante a largo plazo.

Al igual que con Nabokov, fue un buen amigo el que me dejó su ejemplar de Bajo el influjo del cometa para que pudiera conocer a Jon Bilbao. Pero la suya es una clase de maestría compleja. Te fascina sin que puedas señalar con claridad un recurso técnico concreto que resulte clave, y su destreza narrativa es impresionante. Para empezar, esa capacidad para convertir una situación en apariencia mundana en una trama angustiosa y hasta fuera de lo común, en todos los sentidos. Algo que no se puede imitar, porque proviene de la misma mente del autor. Como con los genios de la pintura, uno puede explorar los elementos técnicos de su obra y, aún así, sólo quedarse en "imitador de". Sin embargo, aspirar a provocar en el lector esa sensación de extrañamiento del mundo creo que es la clase de reto que te puede empujar a mejorar en la escritura.

Para acabar, siguiendo el orden más o menos cronológico que he establecido, tengo que hablar de Hemingway. otra de mis flagrantes "carencias en clásicos" durante años, que decidí subsanar tras leer varios fragmentos de sus relatos en sendos cursos de escritura. Para alguien tan aficionado a incorporar el misterio y a jugar con la evocación, los relatos de Hemingway proporcionan un sinfín de ejemplos sobre cómo trabajar la trama a través de "la parte sumergida del iceberg", con un narrador que da información con muchos niveles de interpretación (cuyo ejemplo más conocido es Colinas como elefantes blancos). Y, al igual que Nabokov, te obliga a admirar al forma en que plasma sus diálogos. Cómo puede organizar un relato en torno a una charla entre amigos, o la manera en que es capaz de plasmar aquello que dos personas no necesitan explicarse sin que resulte artificioso. Aparte de esa manera de escribir, como si cada cuento fuera el fragmento de un diario y estuviésemos leyendo una confesión de su pasado, o sus duras narraciones de escenas de guerra (En el muelle de Esmirna, o Tal como nunca serás). Muchas cosas que, por la proximidad en el tiempo, ya veremos cómo digiero y voy aprovechando...

Por último, y como mención honorífica, quiero referirme a Eloy Tizón, al que le debo una enorme disculpa por no haber encontrado aún el momento para leerle. Pero le incluyo aquí porque su tarea como profesor, en la opinión de unas cuantas amistades, le ha venido muy bien a mi forma de escribir. Para un autodidacta como yo, obligarme a reflexionar sobre el poder de ciertos elementos técnicos fue la manera de abrir puertas que no quería (o no sabía cómo) abrir. Y, de paso, me ayudó a madurar bastante en la forma de afrontar ciertos temas que, hasta entonces, solía evitar por la implicación emocional o una especie de "pudor literario".

Y con esto termina el artículo. Sospecho que me estoy dejando algunas referencias literarias en el tintero, pero prefiero dejarlas para una reflexión futura (en la que, seguro, podré añadir otros autores a los que habré "descubierto"). Y, además, en las disecciones que voy haciendo de los relatos ya publicados estoy procurando reflejar esos datos.


Así pues, hasta pronto y espero que disfrutéis de este artículo. Un saludo.

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